Opinión | Ancelotti y la teoría de la piedra
Los seres humanos somos criaturas expertas en complicarnos la vida. Hay un amigo que lo llama la teoría de la piedra, un sintagma que encierra poco misterio. La idea es muy básica: cuanto más llano sea el camino a recorrer, más intenso será nuestro afán de autoboicot y más piedras nos iremos colocando a lo largo del trayecto, sin perjuicio de que la meta pueda acabar alcanzándose con éxito.
Yo le compro la reflexión porque, en mi caso y en el de la mayoría de quienes conozco, tiene cabida totalmente. Una vida proletaria habituada a la frustración y al castigo, que comienza ya en época lactante cuando te dan el cambiazo de pezón por goma, le hace a uno recelar de toda aquella respuesta rápida y sencilla a cualquier clase de problema y buscar la alternativa compleja, la de verdad. Además, aquí entra en acción lo que eruditos de la taberna acertaron a llamar el síndrome MacGyver, una extendida patología del genoma masculino: vemos en un escenario adverso la ocasión propicia para lucirnos, una manera demasiado primaria de intentar demostrarnos que, en el fondo, sí que valemos para algo, aunque el resultado, como en todo lo demás, también suela ser el fracaso. Eso, ya digo, es normal que lo sufra un pamplinas como yo, pero a quien no tiene sentido que le pase es a alguien como Ancelotti, que no ha de demostrarle ya nada a nadie.
Me lo imagino en su despacho, horas antes del Clásico, escuchando en bucle ‘Kind of blue’ mientras imagina quimeras, porque imaginar quimeras es lo que se hace cuando tratas de ejecutar algo imposible como sustituir en tu alineación tipo a alguien insustituible que es baja por lesión, llámese en este caso Karim Benzema. En la mente carlettiana se abrirían dos opciones: una, hacer algo tan sencillo como darle la titularidad a otro de los dos arietes de plantilla y alterar el esquema lo menos posible; dos, jugársela con un intento de un tour de force con Modric de falso nueve, una apuesta arriesgada e innecesaria para el equipo y también para él, claro.
Si yo atesorara en mi carrera periodística un mérito equivalente a haber revolucionado el fútbol italiano de primeros del XXI con la reconversión de Pirlo de trequartista a mediocentro, no sólo habría tramitado de manera inmediata mi jubilación anticipada, sino que también me esforzaría por recordar mi hito, aunque no viniera al caso, cada vez que tuviera oportunidad. Pero resulta que mi mayor logro profesional es comparable a haber metido el último tanto de una goleada cuando el rival está hundido y no ofrece ya ninguna resistencia, es decir, el más fácil de todos los goles, y hacerlo, además, después de que el balón me haya tocado el culo tras un triple rebote en el área pequeña, y por eso no me queda más remedio que seguir aspirando al gol de mi vida. Y, ahora, de repente, caigo en la cuenta: quizás Ancelotti considera que haber revolucionado el fútbol italiano de primeros del XXI inventándose al Pirlo mediocentro no fue el gol de su vida, quizás aún está en plena búsqueda de la excelencia y quizás, por ello, quiso seguir poniéndose a prueba colocando una piedra descomunal en su senda aun a riesgo de no poder esquivarla.
Se vio, de seguro, victorioso al día siguiente, copando las portadas deportivas y ajenas, colmado de elogios que lo encumbraban como el último de los estrategas capaz de conquistar repúblicas exóticas sin necesidad de salir del centro de mando. Pero pasó lo que pasó: el tour de force resultó ser un desastre y aquello terminó en la catástrofe ya conocida, la goleada culé incontestable. Adiós a las portadas, adiós a los halagos, adiós a la gloria derivada de las épicas conquistas. Soñar a lo grande es gratis, pero a veces lo soñado debería permanecer para siempre en el inescrutable terreno de lo onírico, allá donde todos los caminos son completamente lisos, donde los bebés se alimentan de senos inagotables y donde Karim Benzema nunca cae lesionado.
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