La rareza de Benzema: de la mortalidad al mito
Karim Benzema, el mediapunta que no es mediapunta, el delantero que no es delantero, se ha convertido en leyenda transgrediendo los irracionales patrones por los que se guía el mundo del fútbol.
Karim Benzema acaba de ganar el Balón de Oro y se confirma como una de las grandes leyendas del Real Madrid y de la historia del fútbol. Tiene 34 años, ha alcanzado su madurez balompédica y ha conseguido prácticamente todo cuanto cualquier futbolista puede conseguir siendo, además, un delantero raro, un delantero que, a pesar de nadar en un océano de egoísmo, llegó a confesar públicamente su preferencia por dar un pase de gol que por empujar el balón al fondo de la portería. Hace unos minutos, a la misma vez que le veía alzar su galardón por la tele, yo buscaba ofertas de trabajo de cualquier cosa y refrescaba el extracto de mi cuenta bancaria con la vaga esperanza de que, por mero azar o magia, la cifra se viera generosamente multiplicada de repente. Tengo 34 años, me hallo medio tumbado en el sofá en calzoncillos y estoy bastante lejos de conseguir prácticamente todo cuanto podría conseguir en mi carrera profesional, sea cual sea esa carrera, sean cuales sean mis rarezas.
La madurez es un concepto relativo e inflamable según quién lo maneje y según para qué o con quién se emplee. Por ejemplo, a mí, con veintiún años, a punto de salir de la universidad y aún sin tener ni pajolera idea ni de lo que quería ni de lo que es la vida, nadie me reprochó que, en lugar de pensar en buscar trabajo o seguir ligado al mundo académico una vez obtenido mi título de carrera, tomara la que hoy considero una de las decisiones cruciales de mi toda mi existencia: aceptar incorporarme a una chirigota para participar en el concurso de carnaval del pueblo. Mi mayor aspiración de entonces consistía en lograr subirme al escenario con el suficiente grado de alcohol en sangre como para evitar los nervios sin llegar a trabucar las letras de los pasodobles. Es más, no es que nadie me recriminara aquello, es que el anuncio fue recibido entre los míos con una preocupante explosión de júbilo. Me imagino a Benzema, con la misma edad, comunicando a su familia y a Florentino Pérez una noticia de índole pseudoartística parecida días después de haber consumado su fichaje por el Real Madrid. Supongo que no habrían encontrado en todo el país bombonas de oxígeno suficientes para atender la severa insuficiencia respiratoria que hubiera sufrido el presidente merengue.
Habituados al ritmo frenético y apabullante del universo futbolístico, donde ningún tren espera a nadie y no hay espacio para la reflexión ni el recuerdo, a veces olvidamos que aquellos a los que exigimos semana tras semana, día tras día, que sean los mejores de los mejores en su trabajo frente a una cantidad ingente de profesionales que también se preparan a conciencia para alcanzar la excelencia, son apenas unos zagales. Olvidamos, digo, que, donde para algunos, en pleno contexto socioeconómico de cierta bonanza, el mayor problema existencial es la duda de si el próximo botellón va a ser el último de sus vidas, las jóvenes promesas y las jóvenes realidades futbolísticas asumen un mandato que, por edad, no les correspondería asumir: el de convertirse en robots sin fallo sobre el césped, con la presión de saber que hay millones de ojos posados sobre ellos en cada partido y, además, que se les pedirá que rindan cuentas si muestran alguna pequeñísima muestra de humanidad o debilidad en su proceder. Para ellos, el tiempo discurre mucho más deprisa que para el resto. Aunque hay quien se salta el patrón, hay quien constituye una maravillosa rareza.
Si uno observa imágenes del Benzema de 2009, recién salido de su cuna en Lyon y poco después de aterrizar en Madrid, se da cuenta al instante de que parecía estar más cerca de los adultecentes pro-botellón que de otra cosa, y, del mismo modo, es fácil advertir rápidamente que no se trata de la misma persona que hoy ostenta la capitanía del club catorce veces campeón de la Champions League. Uno era aquel futbolista algo apático, intermitente, de dudoso talento goleador y propenso a la burla; el otro, el jugador líder, constante, matador, exquisito y coleccionador de elogios que hoy ha logrado el Balón de Oro, algo impensable hace trece años. Esa transformación es evidente con sólo hacer una breve comparación entre el semblante del Benzema de veintipocos años y del Benzema actual, ya superada la treintena. Donde el primero exhibía un gesto suave y benigno, incluso algo naif, como si estuviera cantando en una eterna chirigota, el segundo arquea las cejas y frunce el ceño en actitud casi beligerante, una mirada acentuada por la intimidación de esa poblada barba, acaso patriarcal o soberana. Muchos dudamos de que esa conversión fuera posible, pero es que caímos en el error de juzgar antes de tiempo a un veinteañero cuyas aspiraciones a esa edad, de no haber sido futbolista, seguramente no se habrían diferenciado demasiado de las de todos los veinteañeros acomodados en el mundo capitalista. Pero es futbolista. Y no sólo eso: es un futbolista paciente, una cualidad que escasea.
La carrera de los jugadores de fútbol, comparada con cualquier otra trayectoria profesional ajena al deporte, es antinatural, terriblemente efímera: en el tramo entre los treinta y los cuarenta años, cuando uno suele alcanzar el nivel de madurez y experiencia laboral suficiente como para asumir con garantías responsabilidades de entidad, a los futbolistas se les da por desahuciados porque entran en declive físico, mientras que la gran mayoría del resto de mortales inicia la que, probablemente, será la mejor etapa profesional de sus vidas. Es decir, que, cuando a los primeros se les ha acabado ya el tiempo, ese escaso y dinámico tiempo del que disponen, a los segundos les empieza a contar su particular y lento cronómetro. Sin embargo, hay excepciones como la de Karim Benzema, cuyo cénit futbolístico ha llegado coincidiendo con los últimos años de su carrera, y como la mía, que ni siquiera sé dónde tengo guardado ese cronómetro, ni siquiera sé si me lo dieron.
Benzema es el mediapunta que no es mediapunta, el delantero que no es delantero, el futbolista que se sale de los patrones, una de esas maravillosas rarezas. Para ser Balón de Oro, para jugar a fútbol como nadie, el francés simplemente ha necesitado desligarse de irracionalidades y andar por la senda que pocos eligen, la de la lógica: escogió ser primero asistente y, después, goleador, ser primero generoso y, después, protagonista, aprender primero las claves de la mortalidad y, después, convertirse en mito. Otros todavía seguimos atascados y recordando viejas rimas en alguna etapa indeterminada del camino, sea cual sea esa etapa, sea cual sea ese camino.
Foto: THOMAS COEX/AFP via Getty Images