Vinicius y Rodrygo: los caminos hacia la felicidad
Corría, creo recordar, noviembre de 2019 y atravesaba yo la Plaza de Santa María de Jaén cuando mi querido F. me abordó vía WhatsApp para confesarme ciertas cuitas amorosas. Decidí contestarle con un mensaje de voz. Aunque recién desayunado y con más energía que un perro en celo, empecé a hablar, lo reconozco, algo dubitativo, pero sólo fue hasta que recurrí al símil futbolístico. El entorno ilustre invitaba a hilar fino, como así creo que hice. Me he sentido tentado de transcribir el mensaje original, sin florituras añadidas, pero cabe esmerarse una vez más en practicar el artificio. Qué es escribir sino embelesar.
Lo que le pasaba a F. es que acababa de sumar un nuevo fracaso en su idealizada búsqueda de su media naranja, algo que en las universidades deberían estudiar bajo el nombre de «efecto Mosby». Para ahuyentar pensamientos absurdos, básicamente pretendí hacer ver a mi amigo que la actitud ante la vida lo es todo, yo, el ser más pesimista de cuantos habitan el planeta Tierra. Le recordé cierta vez que N., él y yo salimos juntos en Jaén, en junio o julio del año anterior, cuando no rondaban su cabeza ideas sobre el despecho y el desamor dignas de alimentar guiones de sitcoms norteamericanas. «Ahí estabas tú pletórico, ahí no había huevos», le indiqué, en un alarde de facundia. «Hay que dejarse llevar, hay que afrontar el día a día con más… cómo te digo yo… igual que Rodrygo controla el balón, con fluidez».
Cariocas, uno nacido en el 2000 y otro en 2001, extremos, apuestas de futuro, incertidumbres. Son distintos, pero la comparación entre Vinicius y Rodrygo desde que aterrizaron en Madrid es inevitable. Por entonces -recuerdo: finales de 2019-, la diferencia definitiva entre ambos, para mí, estaba bastante clara y concernía a lo psicológico. Vinicius representaba el paradigma del hombre preocupado. El miedo a los pitos, el peso de los 45 o 50 kilos que costó, el conflicto entre ser fiel a uno mismo y repetir lo que antes acabó en error aunque acabara en error o intentar algo nuevo porque se supone que es lo más correcto, lo más lógico, dos conceptos altamente inflamables. Y ya se sabe: quien juega con fuego, termina quemándose. Igual que ahora, Vinicius en 2019 ya regateaba, porque siempre lo ha sabido hacer, y solía salir exitoso de los duelos, pero luego llegaba el momento de pensar con frialdad y acontecía el descalabro. Literalmente: se caía. Se tropezaba y al suelo. Un mal golpeo de balón, un intento de exhibición técnica en lugar de una solución práctica que acababa en estrépito. Por el contrario, Rodrygo -le expliqué yo a F.- actuaba por puro instinto. «Controla con suavidad, como una anguila en el agua, pum, controla, regatea, parece… un… parece un… un… un gusanillo moviéndose, pum, por eso lleva dos goles en tres o cuatro partidos de liga que ha jugado y Vinicius ha marcado sólo dos entre el año pasado y este», detallé antes de sentenciar: «Hay que ser más como Rodrygo».
Cuatro meses después, Vini abrió la lata en el recordado Clásico pre-covid que terminó 2-0 para el Madrid, una actuación decisiva que alimentó tímidas esperanzas. Ocho meses más tarde de aquella conversación por WhatsApp, el brasileño volvió a destacar en un partido de forma notable. Había más seguridad en su proceder, menos precipitación. Parecía haber aprendido de parte de sus errores y haberse ganado la confianza del vestuario. Hoy, que ya han pasado dos años y algo desde el día y la reflexión de marras, Vinicius ha confirmado su estallido como astro emergente y teje con precisión su blanco uniforme de clavo ardiendo al que aferrarse en caso de necesidad merengue. Y en todo ese proceso, Rodrygo, por cuya defensa me he jugado el criterio futbolístico desde su debut, ha visto reducida su influencia en el devenir del equipo a meros destellos. Debería coger el teléfono y confesarle a F. mi habilidad escasa para el consejo. Está claro que no hay un sólo camino hacia la felicidad: tanto en lo amoroso como en lo futbolístico también se puede ser como Vinicius.
Foto: Aitor Alcalde/Getty Images