Apenas conseguía trenzar cuatro pasos seguidos cuando mi padre me compró mi primera camiseta de la selección española. Aquella mítica equipación de la marca francesa Le Coq Sportif. Tuve una camiseta de España antes que una del Real Madrid. En el Mundial de Italia’90 mi madre me compró el balón Adidas Etrusco. 12.000 pesetas de la época. La mejor pelota que he tenido en mi vida. Si cierro los ojos, aún puedo percibir su olor, el tacto en las manos, cuando bajaba desde mi casa al campo de fútbol botándolo por las calles y, sobre todo, la suavidad en el golpeo con los pies. Recuerdo incluso la música que dejaba tras de sí su impacto. Nunca me he vuelto a enamorar de un objeto como lo hice de aquel balón. Se me antojaron las botas de Míchel, mi jugador favorito en la década de los 90. Muy difícil por aquellos entonces encontrar réplicas. Tuve que conformarme con unas Joma, pero vi que las usaba Martín Vázquez y las di por válidas.
Disfrutaba de todos y cada uno de los partidos de España. Yo era del Madrid y de la selección española. No existía otra cosa para mí. Me encantaba que ganaran los dos y me disgustaba por igual con una derrota del Real que con una del combinado nacional. Renovaba ilusiones cada temporada con el Madrid y en cada Eurocopa y Mundial con España. Me daba muchas más alegrías el conjunto de Chamartín, hasta que todo cambió en 2008 con la Eurocopa. Después el Mundial de Sudáfrica. Pensaba, seguramente como todos, que nunca vería a nuestra selección ser campeona de mundo y, de repente, nos convertimos en los mejores de todo un planeta. Lo celebré por todo lo alto. A la altura de una Copa de Europa del Real Madrid. Tan orgullosa de mi selección, de todos los jugadores que la conformaban. Y, de la noche a la mañana, todo aquello cambió.
El periodismo deportivo español y todos los bufones que ejercen como periodistas sin serlo, comenzó a utilizar aquella gesta de España para atacar al Real Madrid. El mérito era de los jugadores del Barcelona, el estilo era el del Barcelona, esa Copa del Mundo la había ganado La Masía. Poco a poco, empecé a sentir que la selección, mi selección, se alejaba de mí, de lo que siempre había significado en mi vida. Era un arma arrojadiza contra mi equipo, el que más tiempo y corazón me ocupaba. Pensé que sería cuestión de tiempo, que aquello terminaría pasando y todo volvería a ser como antes. Ilusa de mí. No volvió a ser como antes, fue a peor. La Eurocopa de 2012 pasó sin pena ni gloria por mi vida y en el Mundial de Brasil deseé con todas mis fuerzas un ridículo estrepitoso de España. Así fue. Y lo celebré. No he vuelto a ser capaz de sentir a la selección de mi país. Me han robado el sentimiento, han secuestrado todo lo que sentía por el antimadridismo y la envidia de los que lanzan mensajes al mundo a través de sus medios.
Va a arrancar el Mundial de Rusia y la selección de mi país me es indiferente. Si ganan bien, si pierden, mejor. No me importaría ver a Portugal, por muy improbable que sea, campeona del Mundo. Por Cristiano, claro está. Pero también me gustaría ver así a Modric. En realidad, cualquier selección excepto Argentina.
Ojalá, en un futuro no muy lejano, la selección de mi país vuelva a representarme como española de la misma manera que lo hace la de baloncesto o Rafa Nadal. Ojalá tipos como Piqué no vuelvan a ponerse jamás esa camiseta.
Ojalá el periodismo y sus bufones sean capaces de hablar de la selección española, de sus éxitos o fracasos, sin atacar al Real Madrid. Ojalá volver a poner la bandera de España en mi balcón, sentirme orgullosa de ellos aunque pierdan, como pasó durante toda mi infancia. Hasta que eso pase, hasta que España deje de ser La Roja, dentro de mí existe un solo color, un solo club: el Real Madrid.
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