#MiradaBlanca | Un ático en el paraíso
El otro día cuando llegué al trabajo una compañera me pregunta alarmada si me pasa algo. Yo no le di importancia hasta que mi jefe me hizo la misma pregunta: ¿Te encuentras bien? Extrañado, voy corriendo al cuarto de baño y entonces caí en la cuenta. ¿Por qué diablos tendría yo esa sonrisa?, ¿cómo era posible? Mis ojeras me delataban, había llegado a casa casi a las 4 de la mañana, apenas había dormido 2 o 3 horas, me quedaba toda una jornada monótona y agotadora de trabajo y encima era lunes… qué motivos podría tener yo para tener esa sonrisa perenne.
La verdad es que con esa cara de agotado y esa sonrisa de oreja a oreja entiendo su extrañeza, pero cómo les iba a explicar yo que todo se debía a algo ocurrido la noche anterior a 2.000 kilómetros de aquí, a un chico rubio 14 años más joven que yo y que ha logrado en apenas 9 meses más premios que Tom Hanks en toda su carrera, a un francés que probablemente ni conozcan, a un cordobés que es más joven que yo pese a que su DNI diga que tiene 5 años más, a un vitoriano “bajito” que pese a parecer un hombre tranquilo despierta pasiones encontradas. En definitiva, cómo les podía explicar a todos que mi felicidad se debía a una pelotita naranja de apenas 24 centímetros de diámetro, a 17 miembros de una gran familia (que puede ampliarse a 36 si contamos staff técnico, utileros, fisioterapeutas, directivos y hasta speaker) con cuya mayoría ni siquiera he llegado a intercambiar una palabra en mi vida y a una camiseta blanca a la que llevo casi 20 años siguiendo por toda Europa.
Realmente todo esto es muy complicado de explicar salvo que uno haya vivido todo el proceso hasta llegar al éxtasis. No hablo ya de la etapa del italiano, sino de más atrás, de épocas realmente oscuras, etapas totalmente desconocidas para un club que por entonces contaba ya con 8 Copas de Europa en su palmarés. En aquel entonces atravesábamos una auténtica travesía por el desierto, un paso por la Laguna Estigia con barqueros con Derrick Alston, Dragan Tarlac o Mario Stojic. De aquel infierno fuimos poco a poco ascendiendo pasando por paraísos terrenales como los de Plaza o purgatorios como los de Messina pero realmente no sería hasta la llegada de Pablo Laso cuando San Pedro decidió darnos las llaves de las puertas del Cielo.
Con el vitoriano a los mandos de la nave blanca no hemos hecho más que subir en el escalón. Con la Copa del Palau lográbamos demostrar a nuestros vecinos que éramos dignos de vivir en el Paraíso, con las Ligas y las Final Four alcanzadas los años siguientes nos mudaríamos a un chalet de las afueras y con la Perfect Season dominaríamos las mayores alturas de un Paraíso desde las que el dinero ruso y otomano nos lanzarían las dos siguientes temporadas.
Sin embargo, no ha sido hasta ahora, hasta este año, cuando el mundo del baloncesto se ha dado cuenta que, a diferencia de otros ,a nosotros no nos ha tocado la lotería. Nuestro éxito no es fruto de la casualidad, sino de un trabajo forjado durante casi dos décadas y, especialmente, durante una temporada como esta donde todos los dioses parecían haber conjurado en derribarnos. No obstante, este trabajo y los huevos (tal y como reconocerían Doncic o Ayón) de nuestros titanes no sólo nos han permitido seguir codeándonos con los más grandes, sino que también ha logrado que ese ático en el paraíso que ya habitamos hace tres años vuelva a ser nuestro con todo merecimiento.
Todo este camino, y no solamente la conquista de la Décima, es lo que me hacía sonreir el pasado lunes y hace que aún a día de hoy siga como con una alegría incontenible. Una alegría que sólo es capaz de transmitir un equipo como el Real Madrid que este sábado esperemos pueda darnos otra alegría porque, como decía @van_palomaain “No hay Madrid de futbol o de baloncesto, hay Real Madrid. Una camiseta blanca, un escudo redondito y muchas Copas de Europa” (desde el pasado domingo una más).
Texto: @jmcanasv
Foto: RTVE.es