#ElGranOjoBlanco | Rick Deckard
Hay partidos que te marcan para toda la vida, hay vidas que se pueden resumir en los 90 minutos de un partido, hay momentos que recordarás hasta la muerte y recuerdos que tratas de arrancar de tu memoria sin conseguirlo. Cuando Sam Spade, interpretado por Humphrey Bogart, en el Halcón Maltés contesta a la pregunta sobre el material del que está hecha la escultura (el halcón) que tantas vicisitudes causa a su alrededor, él simplemente contesta «esta hecha del material con el que se forjan los sueños». Ese material que tejen las leyendas que se repiten desde la noche de los tiempos a la luz del crepitar de las llamas, el instante que detiene en el tiempo las gestas que no se podían conseguir, el grito del guerrero al cargar por última vez contra un enemigo invencible. Instantes, gestas, leyendas que los tiempos modernos nos niegan sistemáticamente, al menos en nuestro primer mundo. Somos privilegiados, vivimos adormecidos por la comodidad, por la seguridad, por el consumismo, cada vez es más difícil saborear el gusto a cobre que deja la adrenalina en tu boca, el sentir todos los pelos del cuerpo de punta por la sensación de miedo, el vértigo del abismo.
Por eso nos gusta tanto el fútbol, nos vende la mejor simulación de una batalla a muerte que se puede encontrar en la actualidad, con generales, con cargas de caballería, francotiradores, con ataques aéreos, con contraataques relámpago, con sudor, dolor, ira y lo compramos, vaya que si lo compramos. Pero por encima de todo lo adoramos por instantes, por sentir como el tiempo se congela, por perder el aliento justo antes de gritar con un aire que no sabías que aún guardabas en los pulmones, por poder contemplar a Aquiles llamando, al pie de las murallas de Troya, a Héctor para una lucha a muerte. Momentos así son tesoros, lágrimas de sirenas pedidas en el océano de nuestras mediocres vidas.
Dejadme que os hable de uno de ellos, del mío.
La cita estaba acordada desde hacía tiempo. Dos ejércitos de una misma ciudad en el campo neutral de Lisboa. Dos generales antagónicos en su filosofía de fútbol y vida. Simeone racial, bárbaro, impetuoso. Ancelotti frío, hierático, avaro en su gestualidad concentrada en su ceja izquierda. Veintidós soldados a sus órdenes dispuestos a sacrificarlo todo y decenas y decenas de miles de almas que habían recorrido el camino hacia Portugal desde toda la geografía española y millones que nos habíamos reunido por todos los lugares de la Tierra para verlo por televisión. En mi caso fue la primera final de Champions que vi junto a Coto Matamoros, desde entonces repetimos el ritual con la ridícula superstición de que lo que funciona no hay que tocarlo.
El campo de batalla estaba presto al combate, el estadio da luz, y a las 20.45 empezaron las hostilidades. El botín era dispar, unos pretendían la gloria nunca alcanzada a costa del otro que se jugaba, de manera harto injusta, todos sus botines conquistados por toda Europa a lo largo de 100 años. Todo se lo llevaría el vencedor, de nada valdrían las 9 copas de Europa ganadas por sólo uno de los dos. Para quien resultara derrotado la humillación sería total. Con esa sed de sangre comenzó el equipo atlético el partido, conseguía imponer su estilo levemente. A los pocos minutos llegó la primera baja atlética. Al 9 del Atlético de Madrid, Diego Costa, no le funcionó el tratamiento con productos equinos al que se había sometido para acelerar su recuperación con objeto de jugar este partido. Unos instantes después una pérdida de Thiago habilita una fulgurante jugada del Madrid dónde Gareth Bale marra una fantástica oportunidad frente a Courtois. Pero fue el Atlético el que golpeó primero y lo hizo a su estilo sacando petróleo de las piedras. Un córner correctamente defendido por el Madrid da lugar a una segunda jugada en la que Iker Casillas vuelve a realizar una de las terribles salidas por alto que caracterizó su esperpéntico final en el equipo blanco. Un escalofrío recorrió la espina dorsal de todos los madridistas a lo largo y ancho del planeta. Tal y como le pasó a Aquiles, al Real Madrid le habían golpeado en su talón, la portería. El central uruguayo Godín con su remate de cabeza comenzaba a poner los tablones del que podía ser el ataúd blanco. Así se llega al descanso.» Aún queda la segunda parte» eso pensamos todos los que veíamos el partido. Pero a los seguidores blancos, muy dentro, en el estómago, nos atenazaba algo muy frío. Tanto miedo nos daba que creo que ninguno lo comento con sus compañeros de penuria. «Todavía queda la segunda parte» nos repetíamos como un mantra. Y la segunda parte empezó.
Ya desde los primeros instantes se anunciaba como iba a ser lo que quedaba de partido. El equipo colchonero aferrándose al paso de los minutos y el equipo blanco poco a poco cercando la portería. Coto y yo continuábamos viendo el partido en el despacho de un director de periódico, Pedro Aparicio, que tuvo la feliz idea de filmar nuestro sufrimiento, aquí os dejo el enlace «Final de Champions con MOLOTOV 2.0» en YouTube
Dos oportunidades más de Bale nos aceleraron el pulso pero el muro no caía, el Madrid atacaba pero el muro no caía, el frío en el estómago se hacía cada vez más grande y cada vez quedaba menos tiempo. Marcelo al campo, Sergio Ramos al ataque, pero el muro no caía. Ronaldo rematando todo, pero el muro no caía. Y en estas llegó el minuto 90. Y empezamos a pensar en las coñas de los atléticos que nos esperaban esos años en el bar del barrio «si si, nueve copitas pero el día de la verdad a mamar…»
Un último esfuerzo en Lisboa se oye el «si se puede, si se puede» volvemos a centrar la vista, córner para el Madrid, minuto 92, saca Modric…
Es muy curioso cómo funciona el cerebro humano, cada vez que recuerdo esa jugada siempre la recuerdo a cámara lenta, no solo las imágenes del televisor, si no también lo que ocurría a mi alrededor, mi propia realidad. Unos instantes antes recuerdo mirar a Coto y encontrarme a un hombre que había envejecido años en 1 segundo. El balón se eleva…
No consigo ponerle sonido a ese recuerdo. A mi memoria esos momentos acuden en medio del silencio más absoluto. El balón comienza a bajar… aprieto el brazo de Coto con desesperación, los dos empezamos a elevarnos junto a Sergio Ramos y con nosotros tres, millones de personas más.
Quizás, dentro de 100 o 200 años, existan replicantes en el planeta Tierra. Quizás en alguno de esos replicantes, por tener poca capacidad de memoria, descarguen un intelecto tan pequeño como el mío. Quizás manden cazar a esos replicantes. Quizás el cazador se llame Rick Deckard. Quizá yo sea uno de los últimos replicantes que cace. Si así fuera tened por seguro que diría algo así antes de morir:
“Yo… he visto cosas que vosotros no creeríais: Atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser, pero sobre todo, por encima de todas esas cosas, he visto marcar a Sergio Ramos un gol de cabeza en el minuto 92 en la final de Lisboa que solo valía para empatar el partido. Y he visto como toda una afición caía de rodillas derrotada, cuando aún quedaba por delante una prórroga. Porque los momentos de grandeza tienen ese efecto, mostrarte tu reflejo frente al espejo y aplastarte con el peso de la cruda realidad. Todos esos momentos se perderán… en el tiempo… como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir.”
Seguir contando lo que pasó después sería como pintar encima de las Meninas de Velázquez, ese momento es la Décima y la Décima es ese momento. Un instante que permanecerá conmigo hasta que muera. Uno de esos momentos de grandeza que sólo puede regalarte un equipo en el mundo. El puto Real Madrid!
Texto: @pepegh7