#DesdeElOtroLadoDelCharco | Inconsciente madridista
Mi abuela Pilar no era aficionada al fútbol. No era un asunto de mera indiferencia, más bien creo que en el fondo le generaba hasta cierto fastidio. Torneos, estadísticas, libros de pases o reglamentos no despertaban en lo más mínimo su interés, tan ávido sobre otras materias. A duras penas y sólo tardíamente, con la incorporación de la tecnología a las televisiones, logramos que desentrañase la misteriosa ley del off-side, cuando estábamos a punto de claudicar tras infinitos e infructuosos intentos con diagramas, instalaciones de objetos y hasta dramatizaciones en familia. Y tanto que para no dejarla por fuera de uno de los tópicos excluyentes en las discusiones en torno a la mesa dominical.
Cuenta la leyenda familiar que al promediar el siglo pasado, a poco de casada, motivos protocolares impusieron que acompañase a mi abuelo a presenciar un clásico rioplatense al Estadio Centenario de Montevideo. Advertidos de su inopia deportiva, tan pronto tomaron posiciones en el palco oficial, le recomendaron despreocuparse de los pormenores del juego, de que tan sólo aplaudiese si la pelota ingresaba en el arco que a la sazón apuntaban con el dedo, pues entonces el gol correspondería al seleccionado uruguayo. Al cabo de los primeros 45 minutos el marcador permanecía cerrado. Recién al promediar el segundo tramo la valla fue vencida. Con obediencia pretoriana, para desconcierto de la comitiva en pleno incluido el mismísimo presidente de la república y escarnio de mi abuelo -que pensaba en las explicaciones que tendría que dar al día siguiente en el ministerio-, mi abuela celebró de pie el tanto obtenido … por el equipo argentino. Nadie se haba tomado el recaudo de precaverla del cambio de arcos en el tiempo complementario.
No obstante y a pesar de estas minucias, ella era una mujer muy en el mundo.
Y también una persona muy propensa a la admiración, pero a la vez muy exigente. Para calificar en su ranking no bastaban un par de portadas de revista. Fuesen artistas, estadistas, pensadores o atletas, para pasar por el cedazo de mi abuela no bastaban premios y reconocimientos públicos, ni campañas publicitarias, ni la ciega unanimidad de la tribuna, sino que les costaba muchas horas de vuelo en el plano personal.
Nada de lo humano le era ajeno, y a esta altura sería de necios negar que el fútbol reúne todas las condiciones para ser considerado con pleno derecho como una rama de las Humanidades.
Fue así que, aun sin ser versada en las artes y las ciencias del balompié, varios futbolistas fueron colándose a fuer de méritos propios, a través de sus rigurosos parámetros de selección. Recuerdo desordenadamente de nuestras largas conversaciones que desatacaba a menudo la elegancia de David Beckham, ‘parece un actor de cine’ (varios, en realidad, con sus sucesivos cambios de look), decía marcando las diferencias de estética y estilo que distinguían al británico de las fachas y conductas corrientes entre sus colegas. Mas también celebraba su arriesgada modernidad, sus excentricidades; así como sus incursiones por el mundo de la moda, el marketing y los negocios, por entonces no tan usual entre las estrellas deportivas.
Ronaldo Nazário era otro de sus predilectos. Los cuestionamientos y las burlas de las que solían hacerlo objeto hacían aflorar las más tiernas y no por ello menos airadas expresiones de reivindicación de parte mi abuela “¿Qué les importa si está gordo, faltó a entrenar, le gusta la cerveza o va al Carnaval de Rio? Si cuando entra a la cancha juega como el qué más y hace muchos goles! ¡Qué más quieren!”. Como si de un nieto mimado, rebelde y caprichoso pero encantador se tratase, todo se lo perdonaba, todo se lo justificaba.
En contraste, Fernando Redondo, fue otro de los que supieron granjearse su simpatía; éste merced a su conducta y prestancia dentro y fuera del campo de juego. Distinguía siempre sus diametrales diferencias respecto del ‘típico jugador argentino’ de la época y no se ahorraba elogios ante la estampa impecable del centrocampista cuando surcaba el verde de la pantalla en los compactos del telediario o lo encontraba retratado sobre las portadas de El Gráfico o los suplementos deportivos que alfombraban la casa los lunes por la tarde.
Pero quien conquistó la cima del palmarés de Doña Pilar y de manera incuestionable fue Zinédine Zidane. Pues como si no bastasen todos y cada uno de los logros y virtudes demostrados a lo largo su trayectoria, el testazo en contra el pecho de Materazzi con que culminó su carrera completaron el cuadro ideal. Al enterarse de los motivos de aquella singular reacción, que sin medir consecuencias había salido en defensa del honor de las mujeres de su familia y cómo acto seguido acalló toda polémica sellando de inmediato su retiro, mi abuela se convirtió en la incondicional más absoluta de Zizou. Me parece aún escucharla destacando semejante exhibición de integridad, coraje y hombría más que excepcional en los varones de mi generación; como si en el fondo lamentase que mi condición de hija única me hubiera privado de tener un hermano así.
Mal que me pese, admitiré que Wolff y Valdano también llegaron a gozar de un cuarto de hora en la estima de mi abuela, tanto que porque acusaron inclinaciones a la cultura y los estudios impensables entre sus pares. Naturalmente esos favores se disiparon pronto con la publicación del primer volumen de cuentos de uno y la dispersión periodística del otro. Por fortuna, no llegó ser testigo de otros eventos que le hubiesen causado una mayor decepción, pues si algo mi abuela no era capaz de tolerar era la traición.
Porque como he venido a descubrir escribiendo esta nota (y acaso ustedes también ya lo hayan adivinado), sin plantéarselo ni advertirlo, Doña Pilar era una madridista de pura cepa. Aunque apenas entendía palmariamente que ‘los partidos se ganan con goles’ y apelase a ese argumento cada vez que nos hallaba trenzados en discusiones bizantinas acerca de triunfos justos o injustos o penales bien o mal cobrados: ‘Pero ¿quién hizo más goles?” terciaba zanjando toda controversia; aunque no expusiese tesis doctorales sobre formaciones esquemas tácticos o estrategias de juego, tenía claro que en el fútbol intervienen otros factores, cosas que no aparecen en el discurso de los relatores ni en los titulares del periódico. Actitud, legado, tradición y sobre todo principios. Esos principios angulares e irrenunciables que definen a los individuos y a las instituciones: dignidad, respeto, lealtad.
Así fue que sin proponérselo ni tampoco percibirlo, resultó ser ella quien cultivó el germen primordial que determinaría mi filiación madridista. Durante los 35 años que tuve la gracia de estar a su lado, una prédica constante y espontánea decantada en infinitas charlas y ejemplos sentaron las bases para que a su debido tiempo no me cupiese duda en decidir cuál sería mi escudo y mi emblema.
Hasta hoy, cada vez que me preguntaron de quién me viene esta devoción por el Real Madrid, he contestado que no lo sabía, que era algo innato, inexplicable. La próxima vez que me pregunten, no tendré duda en responder que todo se lo debo a mi abuela Pilar.
Texto: @juliapaga
Foto: GOAL