#DesdeElOtroLadoDelCharco | El encanto de las tradiciones recobradas
Como cada mañana, me planto ante el ordenador a revisar las últimas noticias del deporte y por un instante creo haber pinchado por accidente el link de la sección ‘Arquitectura y decoración’. Una docena de artículos titulaban con más o menos gracia las conveniencias o perjuicios de poner un pasillo en alguna parte. Como no ando pensando hacer reformas en mi modesto pisito de alquiler, vuelvo atrás un par de pantallas y compruebo que no hubo error, estaba leyendo los periódicos deportivos.
Despierto entonces de mi estrechez mental y aterrizo torpemente en el vago recuerdo de una fugaz polémica sobre la expresa negativa de Zidane de hacerle el pasillo de honor al Barça en nuestra próxima visita al Camp Nou si llegaban -como ya sabemos que ocurrirá- con la Copa de La Liga asegurada por anticipo. Ciertas prioridades impuestas por el calendario de esos torneos menores que se juegan en Europa, desviaron por unas semanas la atención sobre el asunto y se ve que distraída con alguna seguidilla de victorias banales el tema se había escurrido del todo de mi memoria.
De pronto siento que me invade una intensa felicidad. ¡Bienvenido sea el pasillo! Entiéndaseme, mi mayor deseo es que se cumpla a rajatabla la voluntad de ZZ y que no haya pasillo bajo ningún concepto -allá otros rivales si han querido montárselo-; pero que se discuta y mucho y fuerte y en todas partes sobre ello. Porque discutir el pasillo nos hace por un rato más humanos, más emocionales, más espontáneos. Porque nos retrotrae a una de las tradiciones más consolidadas y menos justificadas de nuestro deporte. Porque por un rato el fútbol vuelve a ser eso, pasión, capricho, juego.
Pueden llamarme sentimental, si les place, o tonta si lo prefieren; me deja sin cuidado. No puedo -ni quiero- evitar la alegría que me provocan estas cosas; pues, por breves que sean, nos devuelven a la esencia lúdica que en un tiempo remoto impulsó a un par de puñados de hombres a correr detrás de una pelota y a otro par de corrillos de entrometidos a husmear y a tomar partido.
En estos tiempos en que el fútbol se ha vuelto cada vez menos diversión y más premeditación, menos fervor y más cálculo, menos aventura y más negocio; esta aparente fruslería del pasillo-sí/ pasillo-no nos habilita un espacio para retornar a la inocencia, para recuperar esa magia que un día nos tocó con su varita y nos convirtió para siempre en madridistas, sin condiciones ni plazos que amenacen con romper el hechizo y sin pedir explicaciones.
La prensa supuestamente especializada está dedicando más espacio a tratar de finanzas, derecho, inversiones, geopolítica, ingeniería, moral, ética, psicología, moda, metafísica, anatomía y nutrición, que a lo que realmente ocurre dentro de los campos de juego, en esos 90 minutos más tiempo suplementario en que todo es posible e irrepetible.
Los aficionados a su vez no han podido sustraerse a los efectos de esa mutación periodística y el cambio empieza a apreciarse desde el escenario, los reuniones se han trasladado de la mesa del café a las computadoras y los smartphones; al tiempo que los debates han ido limando el desenfado y la sazón surgidos del parecer y los criterios de cada cual, para convertirse en una suerte enciclopedismo tribunero. En estos días, cualquier hincha de cualquier cuadro es capaz de describir la dieta que sigue cada jugador, si la proteínica, la acetógena, hipogluténica o la de la NASA; si se ha hecho devoto de un gurú del Tibet o de Sausalito; qué ‘causa noble’ ha conquistado sus favores; cuánto cotiza cada pase, cada cláusula de rescisión y por supuesto qué monto se le imputa que le ha esquilmado al fisco. Vive pendiente de que algún jeque, cosaco o samurai se compre la mayoría del paquete accionario de su club y lo convierta en su feudo personal. Lo acecha la inquietud de que el día menos pensado llegue un magnate desde la China y arree con medio plantel o con plantel y medio y la dirigencia tenga que salir a la desesperada a reclutar nuevas huestes.
De a poco y casi sin que nos diésemos cuenta, salir a alentar un equipo se ha tornado un trámite engorroso y desalentador. En aras de la seguridad, de combatir la reventa y los amaños, el terrorismo y la corrupción, ir al estadio implica toda una burocracia de carnets con microchips y boletos con códigos de barras, de cámaras de reconocimiento facial, lectores de huellas digitales, detectores de metales, cacheos de armas, hasta espirometrías si da lugar. Las federaciones han limitado tanto el ‘equipaje’ permitido para ingresar a las canchas que hasta las banderas han debido recortarse y toda parafernalia festiva, incluidos instrumentos musicales y hasta las letras de los cánticos deben pasar por estrictas revisiones y certificar que cumplen con las reglas de convivencia y corrección. Así las cosas, aún con los papeles en orden, llueva, truene o raje el sol, para llegar a su grada el hincha debe atravesar kilómetros de zonas de exclusión flaqueado por filas de tanquetas, carros hidrantes y fuerzas antidisturbios, tanto que para contar con la relativa garantía de que no será emboscado por una horda de fanáticos o de que un fundamentalista o un orate no hará volar la cancha en mil pedazos. Y con todo nada nos asegura que de buenas a primeras no caiga un misil.
Quizá esté pecando de exagerada ante los ojos europeos, mas cómo se han puesto las cosas de este lado del charco una termina cultivando un fatalismo desmesurado. No sin amargura debimos admitir que ir al fútbol por estas costas representa poner en riesgo la integridad, si no la vida; y un día dejamos de ir. Pero aún mirando con cierta envidia a los países civilizados que pueden conservar esa costumbre, todos asistimos a la transformación del deporte en empresa, en instrumento político, en vidriera de causas justas e injustas, en producto de marketing, en pasto para las fieras y agua para muchos, demasiados, molinos. En su afán por erigirse como fenómeno global se va demudando hasta lo anodino, por tocar lo universal se ha ido desdibujando en lo doméstico.
No se trata de un tema de ‘arraigo’ o ‘soberanías’, que de eso también ya se ha contaminado bastante el discurso futbolero. Es algo que circula por regiones más profundas del individuo, por los sentimientos, los hábitos, las mañas de cada quien. Esa exaltación de ánimos particular que en el fútbol alcanza su plenitud y brota en gestos atávicos, actitudes tan épicas como emotivas: el canto, el grito, la plegaria, las lágrimas; el baile y las procesiones; los pendones y los trofeos; el abucheo y la aclamación.
Así que a buen puerto vayan por agua aquellos que vienen con la monserga del protocolo, del ceremonial, de que si es de señor o de plebeyos, de que es de orden y regla hacerle el bendito pasillo a los catalanes.
Insistamos cuantas veces sea necesario, donde y cuando nos cuadre, y cuando no también. Defendamos nuestro legítimo derecho a negarnos a hacer lo que no nos place, algo en lo que no creemos. Querer imponernos el pasillo es como pretender que cumplamos la prenda de un juego en el salimos perdedores sabiendo que hubo trampa.
Así que a cruzarnos de brazos y repetir que no, que no, que no, que no hay pasillo.
Texto: @juliapaga
Foto: El Bernabéu