Opinión | Una noche de safari
Todo ha ocurrido en dos minutos, que en el Bernabéu es el tiempo que, por lo visto, se tarda en llegar a la locura, de la cual dijo Poe que la ciencia «no ha enseñado si es o no lo más sublime de la inteligencia». Desde luego, no hay manera más inteligente de conseguir un objetivo que andarse sin rodeos y optar por la vía rápida, ni tampoco más loca que la que ha vuelto a escoger el Madrid: al borde del KO más incontestable, ha decidido obviar de nuevo las leyes de la lógica y empatar en un brevísimo periodo de éxtasis una eliminatoria que el City tenía en el bolsillo a las puertas del final.
Pintaban bastos para el madridismo con el 0-1 citizen, pero sólo en noches de terror tienen sentido hechos sobrenaturales, sólo en noches de terror se materializan los fantasmas, delanteros invisibles como Rodrygo, una serpiente dinámica con remate de aguja que ha aparecido dos veces de no se sabe qué dimensión recóndita del área para sellar el milagro del 2-1. Diez minutos después, el Madrid ya había marcado el tercero y completado la remontada.
El 3 de abril de 1970, Urtain se enfrentó al alemán Weiland por el campeonato de Europa de pesos pesados sobre el ring del Palacio de Deportes de Madrid. ‘El Morrosko’, extenuado, rayano en la decepción y a punto de sucumbir ante la mole germana, se sacó de la chistera un repentino uppercat e inauguró un frenesí impreciso de golpes que noquearon a su rival. Manuel Alcántara lo contó así: «Los tremendos hachazos recibidos en los parietales hubieran tumbado a un elefante. El emocionante safari había terminado». Lo que ha ocurrido en el Bernabéu es un fenómeno similar a aquel, aunque no tiene que ver sólo con el acierto propio, sino también con el espanto ajeno, con el tembleque que se instala en las piernas de los jugadores visitantes cuando, tras una simple anécdota como rescatar in extremis un balón que se iba fuera, el público entra en ebullición y la camiseta blanca revela el peso de su historia. Además, cuenta con sello particular desde hace décadas. Este mediodía, Jabois ha recordado en El País que fue Valdano, en un artículo publicado en Revista Occidente en 1986, quien le puso nombre: miedo escénico. Es el sintagma más repetido al respecto, si bien en los últimos años también se le ha llamado ‘ADN Real Madrid’, opción con cada vez más adeptos. Lo que coincide en ambas es que son intentos de dar explicación a algo para lo cual los términos meramente futbolísticos se quedan cortos, algo para lo cual no existen argumentos terrenales.
Esta noche, tras el partido, Guillem Balagué, que antes se había hartado de dar razones objetivas para considerar favorito al City, lo tenía claro: «Habrá que hablar de cocina». Apuntar eso era ya su mejor baza. Por tanto, que se abstengan los escépticos de hacerse llamar madridistas: ejercer el madridismo es una labor reservada para aquellos capaces de creer en supuestas quimeras bajo cualquier circunstancia. Ya lo dijo Sherlock Holmes: «Una vez descartado lo imposible, lo que queda, por improbable que parezca, debe ser la verdad».
La fuerza del madridismo está en la perennidad de esa certeza, en el compromiso individual de que la difundirá de una generación a otra. Me imagino en el futuro, dentro de muchos, muchos años, ya peinando canas y castigado por mil achaques, en una tarde de miércoles como la de hoy antes del encuentro ante el City, en la que el Madrid tenga también que afrontar el desafío de remontar una eliminatoria de forma heroica, porque el heroísmo es su estado natural. Cogeré a mi nieto de la mano y, antes de poner rumbo al Bernabéu, cuando me pregunte, inocente, a dónde le llevo, le contestaré: «Prepárate, esta noche nos vamos de safari».
Foto: GABRIEL BOUYS/AFP via Getty Images