Opinión | El ratoncito blanco
Qué importante puede llegar a ser contar una historia. Lo que llamamos narrativas en el mundillo. Inventar un hilo conductor, poner bandas negras a la película de nuestra vida e influirnos tensión dramática. Escribir nuestro propio guion, y pelear por él, por nuestra historia. Así es como creamos, poco a poco, la imagen de quienes somos. Así es como nos acercamos, paso a paso, a quienes queremos ser.
Me encanta poder contar historias. Una vez me dijeron que los cuentacuentos son escultores de palabras. Es la única manera de sentirse realmente omnipotente. Escribir es lo que más te acerca a ser Dios. Al final, las palabras son la herramienta más común que tenemos los seres humanos para crear.
Tal y como hicieran los aedos de la antigüedad, o los bardos medievales, cantando las gestas militares de hombres comunes para convertirlos en iconos populares y protagonistas de leyendas. El hombre es un animal de costumbres, y por no perder la costumbre, creamos deportes y competiciones, donde quitarnos el gusanillo de crear mitos y, como ventaja, no muriera nadie.
Yo creo que de ahí viene mi verdadera afición al deporte. La nobleza entre dos seres que trabajan, compiten y pelean por una única meta. Eso fue lo primero que me enseñaron cuando empecé a hacer boxeo. Siempre hay que respetar a aquellos que traspasan las cuerdas de un cuadrilátero, pues uno sabe siempre cómo sube al ring, pero no cómo bajará de él.
Todos tenemos un motivo para pelear. La familia, el amor, el orgullo, el dinero, la ambición… Historias que cada uno cultiva en su cabeza para creerse que lo merece más que el rival. La mística detrás de la Fe que a tanta gente ha convencido a lo largo de la historia. La promesa de que si resistes, vendrá algo mejor.
A todo esto, me gustaría recordar una de mis citas favoritas de siempre, de la película Catch Me If You Can (Spielberg, 2002): «Dos ratoncitos cayeron en un cubo de nata; el primer ratón enseguida se rindió y se ahogó, el segundo ratón decidió pelear, y se esforzó tanto que finalmente transformó la nata en mantequilla y consiguió escapar. Caballeros, desde este momento yo soy ese segundo ratón». Es un ejemplo perfecto de cómo funcionan esas narrativas de nuestra cabeza.
Y hoy, a doce de abril del año veintidós, si prestáis un poco de atención, y afináis vuestros sentidos, podréis escucharme cantar esta epopeya: la de un ratoncito blanco, con un escudo redondito en el pecho y muchas Copas de Europa a la espalda, que se subió al ring contra un adversario muy superior, y que peleó tanto y tan fuerte, que convirtió la nata en mantequilla.
Otra vez.
Texto: @Cruzetus
Foto: Real Madrid