Opinión | Sergio Ramos. El ruido del silencio
24 de mayo de 2014, sábado, la medianoche aguarda, impaciente, a la vuelta de la esquina. En un piso de Guzmán el Bueno, en la vetusta Madrid, se masca la tragedia. Es el tercerodé del número 42 de la Avenida Reina Victoria. En el salón, un espacio ridículo del abrumador universo, cinco personas de gesto torcido guardan silencio con los ojos fijos en el televisor. De sus bocas apenas ha salido una palabra en la última hora, y en verdad esos sesenta minutos con reprís son el reflejo de una espera que ya dura doce largos años.
Huelga aclararlo, pero Real Madrid y Atlético están jugando la final de la Champions y los blancos, que no ganan el título desde 2002, caen por uno desde la primera parte. El cronómetro acaba de llegar al noventa. Aunque a los integrantes del quinteto, empedernidos madridistas, les queda tiempo para la esperanza, el doloroso fracaso comienza a asumirse. Todo cambiará, sin embargo, en apenas unos segundos, sobre la campana. Ninguno de los cinco lo sabe aún, pero están a punto de violar el mutismo y de hacer tambalear el cosmos con un grito alimentado año tras año que, de tan fuerte, no va a oírse: del mismo modo que Dios, según los místicos, era una luz que no iluminaba, sino que cegaba porque era inabarcable para el entendimiento humano, la abundancia de ruido es igual al silencio. Antes de que eso ocurra, todavía, a través de los altavoces de la tele, escuchan al inquieto público del Estádio da Luz cuando Luka Modric coloca, diligente, el balón en el córner. También cuando golpea la bola de diestra. También mientras el esférico sobrevuela el césped lisboeta rumbo al área atlética, el fortín de los del Cholo. Entonces Sergio Ramos sale a escena y el rumor gaseoso de las gradas entra en sordina.
En 1955, Juan Rulfo contó que Juan Preciado fue a Comala porque le dijeron que allá vivía su padre, un tal Pedro Páramo, pero se encontró con un pueblo vacío y “lleno de ecos”. Eran las voces de quienes habitaron la Media Luna en un tiempo que no existió o que existió hace no se sabe cuánto. Se resistían a irse. Aún lo hacen. Y ese estar sin estar tan sólo era -es- posible gracias al silencio, al vacío, a la nada. De haber prevalecido la vida en Comala, el bullicio propio del estar estando habría sepultado, que no suprimido, las tenues aunque incesantes voces del pasado. La propia Comala era -es- una voz del pasado, y por eso no hay sólo una Comala, sino que, en un mundo herido de horror vacui, se repite una vez por cada silencio, independientemente del lugar y del momento. No se va hacia ella, por tanto, sino que ella regresa. Los ecos, los ecos del ayer regresan, y lo hacen con una fuerza cósmica. No en vano en el silencio todo se exagera, en el silencio todo se agranda. A Juan Preciado, según confesaría posteriormente, le mataron los murmullos de Comala.
Sergio Ramos siempre fue la hipóstasis del exceso. Para lo bueno y para lo malo. Por eso reinó tanto en el silencio como en el ruido. Lo demuestran las estadísticas y los hechos: el sutil traje blanco de corte proxeneta de Las Vegas con el que llegó a una convocatoria de la Selección cuando los medios especulaban sobre su fichaje por el Madrid, su récord como defensa más goleador de la historia de LaLiga, su récord como futbolista más expulsado de la historia de LaLiga, su récord -compartido con Koeman- como defensa más goleador de la historia de los Clásicos, la noche nefasta del invierno de 2005 ante el Barcelona en la que Ronaldinho lo ridiculizó, su penalti a las nubes en las semis de Champions contra el Bayern en 2012, su racha de 25 intentos sin fallo desde los once metros. Reconocido en Madrid como héroe y repudiado cual judas en su cuna sevillana, el camero lenguaraz rehuyó la discreción y forjó su leyenda a base de estrépito, a base de golpes. «El Tambor de Camas» le llamaban en la tricampeona España colmada de violines.
El balón de Modric alcanza el corazón del área y Sergio Ramos lo ataca con la cabeza de manera formidable. La estirada de Courtois, aunque modélica, es insuficiente, y el esférico estrellado acaba dentro de la portería. Los cinco madridistas del piso de la Avenida Reina Victoria se entregan a la locura más primitiva y se funden en un histérico y trabucado abrazo. De la culminación de la remontada y la conquista de la Décima para las vitrinas merengues poco hay que decir que no se haya dicho ya.
Han pasado siete años, pero mi memoria retiene con nitidez cada minúsculo detalle de aquel momento. Por si no ha quedado ya claro, yo era uno de los integrantes del quinteto enfervorecido, y juro que el recuerdo de aquello es sordo. Y, sin embargo, a la misma vez estoy convencido de nuestro grito al unísono. Igual que la historia de Ramos no se entiende sin maniqueísmos, la naturaleza del grito de liberación que provocó su gol en Lisboa también es paradójica. Todo, acción y reacción, tuvo lugar en un segundo, y a pesar de ello su eco perdura en el hoy y se manifiesta en cualquier sitio. Comala es a Juan Preciado lo que el gol de Ramos al madridismo.
Después de dieciséis años, Sergio Ramos ha puesto fin a su carrera en el Real Madrid como capitán cum laude. Se ha despedido ante un Bernabéu frío, vacío, y aunque durante su intervención no se escuchaba nada más allá de su propia voz, no ha dicho adiós solo. Lo demuestra otra anécdota personal, pero a la vez compartida por todo el madridismo: días después de la consecución de aquella Champions de 2014, paseaba por Jaén vistiendo la camiseta del Real Madrid, cuando, de repente, me topé con un tipo que había sufrido el mismo arrebato de orgullo vikingo. No cruzamos palabra, simplemente nos sonreímos y seguimos cada uno nuestro camino. Probablemente lo confirmarán graves expertos de la estadística en un tiempo: en el noventa por ciento de los hogares madridistas, quienes seguían en directo la despedida de Ramos se dirigieron una brevísima mirada cómplice que habría demerecido cualquier discurso emotivo y pomposo. Entonces una quietud pesada invadió todas y una de esas casas y, acto seguido, comenzaron a escucharse los ecos de aquella noche lejana de 2014 en la que el de Camas se convirtió en mito.
Seguirá ocurriendo lo mismo de aquí en adelante en cada momento de crisis blanca, en cada momento de flaqueza balompédica, incluso entre desconocidos que, por la camiseta o cualquier otro indicio, se reconozcan como devotos del mismo escudo: durante un largo instante se mirarán igual que dos hermanos que se reencuentran y, entregados a un entusiasmo absurdo, acabarán diciéndose sin decirse para sellar el vínculo de sangre: «Sí, yo también escucho el mismo grito en medio del silencio. Yo también viví en los tiempos de Sergio Ramos».
Foto: Imago